lunes, 5 de agosto de 2024

Yo no conozco Berlín.

Era el otoño del '89. Yo apenas era un niño que iba en segundo de primaria. Mi mamá o mi papá, no lo recuerdo, me habían explicado que un día, en Berlín, una ciudad muy lejos de México, pusieron de repente un muro en medio de la ciudad que separó a muchas familias. Yo pensaba que había sucedido poquito tiempo antes, no sé, dos semanas o unos pocos meses. No tenía idea de la Guerra Fría, ni que era parte de un conflicto enorme y añejo. Es más, no sabía ni qué era un conflicto. Lo que sí me acuerdo es que lo pasaron en la tele, y sí me acuerdo también de la gente encima del muro y el polvo y creía que Pink Floyd lo había tirado con un concierto. ¿Qué ha pasado desde entonces? Pues más o menos las cosas siguen igual en varias partes del mundo, desafortunadamente.

¿Qué pasó con usted?

 Imagínate ir caminando en la calle y de pronto hallarte a tu antiguo maestro de una de tus materias favoritas de la infancia. No re reconoce, pero tú si a él. ¿Qué le dirías? ¿Y él que pensaba cuando eras un niño y te guiaba? ¿Se imaginaba qué sería de tí? ¿Y tú?

viernes, 2 de agosto de 2024

¿Cuál esperanza, dime tú?

Ángel está sentado en la banqueta. Tiene la sonrisa ilusionada de cualquier niño como él, de ocho años. Ve hacia arriba, al señor que lo acompaña. No sabemos qué sea de él, si su papá o un tío, peor ambos estan contentos de estar juntos. El mayor está sentado sobre su motoneta y platican y bromean. ¿Ya habran comido? ¿Qué harán después? ¿Qué será de Ángel cuando le salgan alas?

domingo, 30 de agosto de 2020

Las noches de la estación

 El tren empezó a avanzar. Los focos anaranjados iluminaban la neblina nocturna, y la estación se quedó vacía.

Licerio, el encargado de la estación por las noches, hizo unas anotaciones, colgó la tabla en un clavo y se sentó en la banca de madera. Pasó un tiempo así, como solía hacerlo cada noche desde hacía muchos años.

Le gustaba ver el horizonte obscuro, donde después de unos segundos podía notar la silueta de los cerros. También le gustaba disfrutar del silencio nocturno, acompañado por los snoidos de los grillos, las chicharras y las lechuzas.

Cruzaba los pies, se ajustaba el cuello de la chamarra de borrega, suspiraba y el vaho salía de su boca en forma de vapor. Se quedaba ají sentado hasta que dejaba de escuchar el tren, muy a lo lejos, cuando ya no se distinguía el ruido del silbato y mucho menos el de las vías.

A veces se metía al mostrador y veía las libretas de los viajes, y trataba de recordar cuales de esos lugares conocía, a cuales le hubiera gustado ir, y cuales le desagradaban.

Una vez, de niño, estaba en San Ignacio. Lo habían mandado de niño a ver a su tía, porque se había quebrado una pierna. Llegó temprano, platicó con su tía y la ayudó a algunas cosas. Después salió a dar una vuelta a la plaza. Compró un peso de galletas de sal, entró a la iglesia a rezar y volvió a casa de su tía. Comieron y a media tarde tomó el tren de regreso. Antes de irse, su tía le regaló un guajolote para que se lo llevara. Y ahí iba el pequeño Licerio, con su guajolote nuevo, camino a casa. 

Llegando a su pueblo, ya era de noche. Caminó por las calles obscuras, dando las buenas noches a quien se encontraba. Le preguntaban "¿Y ese guajolote?"Y respondía "Es un regalo". "Ha de estar bien bueno para un mole. Si quieres, cuando crezca, me lo llevas y lo preparamos". Licerio respondió que gracias, que luego vemos, y se iba pensando en que el quería a su guajolote para jugar con él, no para comérselo.

De todos modos, otro día que fue a la estación a recoger la correspondencia, regresó y ya no había guajolote. Había engordado tanto que se lo vendieron a una comadre. Al regresar y no verlo, pensó que se había volado o algo así.  Se fue corriendo angustiado a preguntar qué le había pasado, le dijeron y salió disparado con la comadre, pero ya era demasiado tarde.  Muy triste, fue de nuevo a la estación a sentarse en cuclillas, recargado en una pared, hasta que pasó el tiempo y se sintió mejor.

Licerio, con una leve sonrisa de recuerdo, cambió la hoja de viajes. Pensó en cómo es la vida, que de niño iba a la estación a jugar, pasar el tiempo y disfrutar mucho, y cómo acabó trabajando allí por tantos años.

Otras veces bajaba a las vías con su linterna de ferrocarrilero y caminaba sobre la vía, asegurándose de que alguien no hubiera ido a dejas cosas con las que el tren pudiera accidentarse, porque una vez escuchó que en otro lugar habían dejado un sillón en plenas vías, lo que provocó un accidente en el que se derramaron sustancias tóxicas. Tuvieron que desalogar a mucha gente y mandarla a un albergue temporal.

Muchas veces le preguntaban si no le daba miedo estar ahí solo en la noche, pero Licero decía que ya estaba acostumbrado y que ya había visto todo lo que tenía que ver.

Una vez, como a las cuatro de la mañana, escuchó a lo lejos que alguien gritaba. Tomó su linterna y unas tres bengalas por si necesitaba poner señales de alerta. Caminó hacia la parte de la vía que pasa junta al arroyo, cerca del fresno grande. Ahí vio a una persona de espaldas, hincada. Sin acercarse demasiado, le preguntó por qué gritaba, pero no le respondió. "¡¿Quiere una cobija?!" y nada. Licerio pensó que no había nada más qué hacer. Antes de partir, pensó que convendría dejar una bengala encendida para que la persona viera el camino y no tropezara con la vía. Gritó para avisar que ya se iba, y la persona, que había estado quieta como tumba, en un santiamén se paró y, rápida como el viento, fue directo contra Licerio, quien no tuvo tiempo de reaccionar, sintió el golpe y no despertó en un rato. Cuando lo hizo, vio la luz roja de la bengala, a punto de extinguirse. Se paró y, mareado y sin entender qué había pasado, regresó a la estación.

Historias como esa le tocaron por decenas. Muchas creía que las había imaginado o inventado, solo, divagando por las noches. Otras, sabía que era las que a el le contaron de niño. Pero unas cuantas, las menos, sabía que habían sido verdad, e incluso habían quedado marcas en la estación, pruebas irrefutables de lo que había visto, como las uñas marcadas en el mostrador en forma de rasguño, o la cicatriz que tenía en el hombro que le hicieron con la misma hacha que estaba marcado en el marco de la puerta de atrás. Nunca supo qué fue. Sólo forcejeó con algo que no veía, pero sentía claramente las manos que lo lastimaban, y que lo empujaron. Cayó al piso y ahí fue donde le soltó el hachazo que alcanzó a esquivar poque iba directo al cuello. A la mañana siguiente, le preguntaron por qué había sangre en el piso. Licero no sabía qué responder.

    Licerio se volvió a sentar en la banca, recordando todas las cosas que había vivido. Esa noche tenía más frío que las demás. Se cobijó y se quedó dormido.







miércoles, 6 de mayo de 2020

Peloteando en la calle


Cae la tarde, pero aún hay luz de sol, así que salgo a pelotear un rato. No hay mucha gente en la calle, algunos frente a la pared en la que estoy peloteando. Otros por la acera opuesta. Y yo en un ir y venir tras la pelota, golpeándola con la palma de la mano una y otra vez, va al muro y regresa. Algunos transeúntes me saludan, cruzamos algunas palabras, y siguen su camino. Sigo en el vaivén, y entonces una voz divertida me saluda. Volteo y veo que es un payasito. ¡Échale ganas! -me dice. Lo saludo, y me pregunta con su voz juguetona:
-Estas jugando frontón ¿Verdad?
-Así es
-¡Porque el señor que va allá es frentón!


Con un saludo al payaso Bombitas.

viernes, 27 de marzo de 2020

Los Aficionados*




Soledad se encontraba lavando la ropa, en el viejo lavadero que se encontraba resguardo del sol por un tejabán. Como siempre, prendía su radiecito para acompañar su actividad, y cantaba con la alegría de un cenzontle, y la gracia de un tordo. A ritmo de la tambora se le escuchaba “¡hay que darle gusto al gusto/ la vida pronto se acaba…!” mientras sincronizaba el compás de su cadera con el del fregado de la ropa, y seguía “ya muerta voy a llevarme/ ¡nomás un puño de tierra!”.
En eso, se escuchó al locutor anunciando enérgicamente lo que todos en la cabecera municipal y en los pueblillos aledaños esperaban: “Estimados radioescuchas: ¡no olviden inscribirse a Los Aficionados, nuestro gran concurso anual! Este año con grandes premios y sorpresas, además de la oportunidad de ser escuchado  en vivo por sus amigos, familiares y desconocidos en todos los pueblos y rancherías. ¡No se pierda esta oportunidad!”.
Soledad dejó su actividad para escuchar con atención el procedimiento del certamen, pensó si entrarle o no, y concluyó que debía ensayar un par de canciones y mostrarlas a sus familiares para que la escucharan y le dijeran si tenía dotes para poder competir, o si mejor le convenía cantar únicamente bajo el tejabán.  Volteó a ver si estaba alguien cerca para enseñarle una primera probadita de su voz, pero no había nadie. Tomó la jícara para seguir enjuagando, esta vez en silencio, pero con una sonrisa de entusiasmo.
Llegó el domingo, y creyó que era la oportunidad perfecta para ver si el tamiz de su familia, que se reunía a comer semana a semana, la aprobaba para Los Aficionados o no. Cuando la mayoría había terminado de engullir sus platos, y sin decir “agua va”, Soledad se levantó de su silla, puso los brazos en jarra y comenzó: “¡El sauce y la palma se mecen con calma…/ alma de mi alma ¡qué linda eres tú!”. Terminó de recitar la pieza y, rodeada de gente,  se percató de que nadie la estaba siquiera viendo, unos hasta chupando los huesos del pollo que les habían servido y todos siguieron en la sobremesa sin decirle nada. Alzó los hombros y se dijo para sí misma “¡aprobada!”.
Al día siguiente fue a la cabecera a hacer sus compras normales y además, como algo menester, a la mueblería de los Chávez –dueños también de la estación de radio local- a inscribirse. Se formó en la fila, y al momento de atenderla le dijeron que ahí era para recibir las remesas del otro lado, y que subiera las escaleras, que ahí estaban las inscripciones. Al ser el primer día que marcaba la convocatoria, el lugar se encontraba vacío y sólo se habían registrado dos participantes antes que Soledad. Llenó la forma, su dirección (Domicilio Conocido, ranchería “El Tenorio”) y firmó con su nombre y una estrella al final. Se dirigió a la salida con una emoción que no cabía en ella, y comenzó a pensar cuales piezas iba a presentar, cómo las iba a ensayar y hasta qué ropa iba a utilizar.
Se decidió por “La Flor del Capomo”, porque le gustaba mucho y porque la letra venía en un volumen viejo que tenía del Cancionero Picot. Durante todo ese tiempo, el radiecito no sonó para nada, ya que Soledad ensayaba a capela sus falsetes y demás repertorio vocal. “¡Pero recuerda, nadie es perfecto!” comenzaba a cantar, ya que era su favorita para ir calentando el gañote cuando empezaba la friega de la ropa. Seguía con el “Noa-Noa”, “Malagueña salerosa” y cantaba “El Barzón” para practicar su agilidad verbal, porque llegó el rico y “ni pa comer me dejó/ me presenta aquí la cuenta/ aquí debes veinte pesos/ de la renta de unos bueyes/ cinco pesos de magueyes/ tres pesos de una coyunda/ cinco pesos de una funda/ tres pesos no sé de qué…” y así intentaba cubrir todos los aspectos que pudiera necesitar de su voz y sus pulmones.
Al siguiente domingo, en la sobremesa, se paró  de repente e hizo el anuncio de que se había inscrito al concurso, y nadie le quiso desairar sus intenciones, porque todos habían escuchado en el radio que habría grandes premios y sorpresas, y si ganaba, seguramente les iba a compartir algo, ya que nunca la habían abandonado.

Así, llegó el gran día. Se puso un vestido muy colorido y un rebozo de esos de gala. Se hizo una sola trenza y se la ató con un listón igual de colorido, y hasta se maquilló un poco. Tomó el camión que hacía parada en El Tenorio, La Presa, San Cayetano y El Chepillo antes de llegar a la cabecera. Nadie la acompañó, porque pensaron que para qué, si ella solita podía, y además la podrían escuchar por el aparato.

Pero la sangre se le heló cuando vio que antes que ella, iba  a participar don José Pascual, ganador indiscutible de las dos ediciones anteriores del concurso. Se moría de los nervios, pensó en irse, volteó a todos lados y estaba a punto de correr, cuando de pronto sintió que le tomaron la mano fuertemente, la miraron a los ojos y le dijeron “¿me regala para un taco?”. Soledad asintió con firmeza y determinación y se fue caminando al micrófono sin dar limosna, porque pensó que se trató de una especie de señal divina para darle fuerzas.

¡Y que se arranca con todo! Voz en cuello comenzó “Trigueñita hermosa, linda vas creciendo, como los capomos que se encuentran en la flor” y siguió cantando con los ojos cerrados, imaginándose que cantaba frente a su familia en una sobremesa y que todos le aplaudían y vitoreaban. Terminó su intevención, en su casa todos expectantes de la hora de la premiación para ver si se había ganado algo.

Los jueces deliberaron, don José Pascual ya solo tenía la fama de cantar en la iglesia pero ya no tenía aquel chorro de voz por el que era conocido. Entonces, en el estudio y en los receptores se escuchó: y la ganadora del primer premio es… ¡Soledad! Y Soledad saltó de alegría, agradeció a todos y se dijo muy contenta de haber logrado su meta después de tanto tiempo de preparación.
“Y bueno soledad –dijo el locutor- lo prometido es deuda, y aquí está tu premio ¡un guajolote ya engordado y listo para el mole! Soledad estaba muy feliz porque nunca se había ganado un guajolote, sólo se había sacado alcancías de yeso en las canicas de la feria o cosas similares. Regresó a casa en el camión, con el ave bajo el brazo y veía a todos como mostrándoles lo que ganó, y pensaba que seguro todos sabían que ella había ganado Los Aficionados, y que cuando los otros pasajeros llegaran a sus casas iban a preguntar “¿con quién creen que venía en el camión?” porque ya se sentía famosa.
Al llegar a su casa, su familia tomó el pavo para festejar, alzándolo en brazos, mientras ella se fue al rincón, sacó el metate y comenzó a moler los chiles para preparar su premio, en soledad.
*Cuento ganador de Mención Honorífica en el XIX Concurso Literario "Nuestras Voces" del Colegio Madrid, en categoría Profesores y publicado en la antología del mismo nombre en 2015.


martes, 16 de julio de 2019

Última Oportunidad*

Corrió desesperadamente al ver pasar su última oportunidad. Segundos antes pensó que siempre habría nuevas oportunidades, pero esta vez el tiempo se le había acabado. Miró la hora. Casi era medianoche y ya no había nadie más a su alrededor. El silencio de esa hora en la ciudad era abrumador, y sólo se quebró por ese último chance que iluminaba todo lo que le pasaba enfrente. Al ver que nadie le pidió que se detuviera, este siguió de frente y aceleró y fue cuando vio que alguien corría con angustia tras de sí.
Corrió desesperadamente, gritando y manoteando, incluso chiflando, hasta que por fin se detuvo, subió, y empezó el largo trayecto hacia su siguiente destino.

*Minificción ganadora del 1er lugar del 23 concurso literario “Nuestras Voces” del Colegio Madrid, categoría profesores y ex-alumnos  .
Para citar: Soto , O. (2019). “Última Oportunidad”. Antología literaria “Nuestras voces 23”, 154.