viernes, 20 de abril de 2007

Milagros de Semana Santa

La procesión iba a paso lento. Una escolta de soldados romanos hacía valla con sus lanzas de punta de papel estaño. Los vasallos del César resguardaban a un señor, a un condenado. Llevaba a cuestas una pesada cruz, que venía arrastrando desde el templo de la Soledad. La gente estaba con el reo, en su derredor. Nunca lo dejaron solo. El camino estaba rociado de pétalos y de sangre, de papel crepé púrpura y blanco, y una multitud seguía al reo.

Los cascos de los soldados reflejaban el sol intenso. Los soldados tenían que cuidar al preso, o más bien tenían que cuidar que no se les fuera. Pero el reo estaba muy cansado y malherido. Cayó debajo del madero. Los soldados no podían permitir eso. Encabritados, con sus látigos de mecate de henequén, como escarmiento, golpearon en repetidas ocasiones la cruz del cautivo. La cruz presentaba ya rastros de sangre, que parecía brotar de sí misma. También los ropajes del señor sangraban, pero su espalda, por extraño que parezca, seguía intacta. Las señoras que cortejaban apretaban sus rosarios y oraban con más fuerza. Pero nada de eso podría parar ese calvario.

Los soldados obligaron al señor a levantarse, y le exigieron a otro señor que le ayudara con la pesada cruz. El pavimento estaba ardiendo, pero las sandalias con suela de llanta lograban aislar el ruborizante calor. Los soldados burlábanse con ensayado diálogo del reo, al tiempo que comenzaba de nuevo su andar. Sólo tenían que atravesar una calle, y llegarían al trágico lugar.

El sol se reflejaba en el metal de un transporte que iba detrás del sentenciado. Más atrás, venía la multitud, refugiándose del sol con varios círculos multicuolores de un material opaco, sostenidos por una vara. El vehículo emanaba una frase o un canto que inmediatamente era imitado o contestado por la gente que venía detrás. Pero sus rezos no salvarían nada.

Llegaron al atrio. Subieron a la parte más alta de la pequeña planicie. Se jugaron las ropas con una baraja “Gallo” española, y se prepararon para el acto final. Unos árboles secos adornaban tan fúnebre escenario. Las campanas de la torre marcaron las once con quince minutos y la policía ya había reaundado la circulación.

Al preso lo pusieron sobre la cruz, la cual no era la que había cargado todo el camino, sino una ya preparada. Puso los pies sobre una pequeña plataforma. Los romanos usaron un mazo de cartón para golpear los clavos, los cuales el señor que llevó la cruz sostenía firmemente dentro de su palma. Un soldado sacó un misterioso frasco con un líquido rojo y espeso, el cual asperjó sobre las manos y antebrazos del ya crucificado. Ataron unos mecates de plástico a la parte alta de la cruz, cuya base estaba colocada sobre un receptáculo y, jalándola, la dejaron enhiesta. Ya nada podría salvarlo. Los rezos de las mujeres adoloridas no podrían salvarlo, por que año con año, se repite la historia. Pero algo estaba a punto de pasar...

Los presentes observaban y escuchaban las palabras del señor que estaba en la cruz. Su voz era amplificada cuando hablaba ante una lanza que le acercaban los romanos a la boca.

En un lapso de silencio, una avispa merodeaba el calvario de tablas y tubos. En su vuelo, se acercó amenazante a la mano derecha del señor que estaba en la cruz. Un soldado romano se percató e intentó espantar al insecto, pero este regresó postrándose en la mano del señor. Y entonces... sucedió.

¡El señor separó la mano de la cruz, aún con los clavos en sus palmas!

Sacudióse a la avispa y cuando esta se hubo ido, regresó, también de manera milagrosa, la mano a la cruz y al clavo, sin haber desgarrado ni un músculo ni un hueso de la extremidad. Prefirió el señor salvarse del piquete de la avispa que del piquete de la lanza romana.

Y así termina la historia de cómo un señor hizo un milagro al desclavarse, ante una amenaza tal como un avispón, sin sufrir herida alguna.

sábado, 14 de abril de 2007

Nicómedes y el tren.

Hace unos setenta años, Pejo era un pueblo completamente aislado. Carecía siquiera de una brecha para carretas y era imposible que llegara algún camión o cualquier otro vehículo, los cuales también eran escasos. Eran muy pocas las casas que había y en todo el pueblo don Ponciano Ortiz era el único que contaba con luz eléctrica: era poseedor de los dos únicos focos en todo el pueblo, a los cuales les proporcionaba energía por medio de un generador y este último lo usaba también para encender la bocina en la cual prendía el único radio del pueblo para que todos lo escucharan.


Para llegar al pueblo sólo había caminitos acaso para caballos o mulas y nada más. No había camiones ni nada. Era casi un Macondo, pues. Para mandar o recibir una carta había que caminar hasta Santa Ana Maya, y los que eran “ricos”, pues iban montados a caballo. De paso hacían compras y llevaban víveres, despensa y productos que fueran necesarios por ejemplo, para abastecer las tiendas, como herramienta, guangoches, cinchas para los burros, ceras, telas y demás. En cuaco se hacían más o menos una hora y media o dos. En algunas ocasiones, un señor que se llamaba Evaristo hacía favor de recoger la correspondencia de todos y la repartía a su regreso a los destinatarios correspondientes.


Como el lugar estaba tan aislado, y no llegaban muchas cosas de fuera, los niños eran los que menos conocían o imaginaban cosas de otros lares, y era raro que salieran del pueblito. Eso sí, se la pasaban increíble jugando en la presita, o a la víbora de la mar y a las escondidas en las milpas iluminados por la luna llena cuando no había ningún tipo de luz artificial que opacara su resplandor. Aparte de eso, nada conocían de otros lugares.



Un día una pareja, Atanasio y Virgina, tuvieron que salir por que tenían un asunto pendiente en Indaparapeo. Salieron temprano por la mañana, caminando de Pejo con rumbo a la estación que se encontraba en Andocutín. Un café y frijoles de desayuno para ellos, y algo de avena para sus hijos, quienes los iban a acompañar. Los despertaron y, después de que los niños se desencamorraron, se pusieron sus humildes ropas, tomaron un poco de té y salieron para la estación. Caminando con Atanasio y Virginia, iban sus niños Esperanza, Agustín y Nicómedes, este último de unos ocho años de edad.


Después de algún tiempo de andar caminando, y ya cuando el alba destellaba por detrás de los cerros, arribaron a la terminal ferroviaria, compraron sus pases y se sentaron en las banquitas de madera y de herrería vieja y oxidada para esperar a la gran máquina de fierro. Pasó algo de tiempo y a lo lejos se escucharon los pitazos del tren y se vió la estela de humo que dejaba. Avisaron a sus hijos, que se habían vuelto a quedar dormidos, que ya casi era tiempo de irse. Los pequeños estaban emocionados por que por vez primera iban a subirse a algo así... pero no fue lo que esperaban.


Poco a poco el tren se acercaba a los andenes para hacer parada y permitir que los pasajeros abordaran a ese gran artefacto de metal. La máquina resultó ser enorme para los niños. Se escuchaba a lo lejos la campana y poco a poco los chirridos de vapor incrementaban su ensordecedor volumen. Era un estruendo terrible, aturdidor, algo que jamás se imaginó Nicómedes que pudiera existir. El niño nunca había visto máquina alguna de ese impresionante tamaño y capaz de hacer ruido con la misma magnitud del Paricutín al hacer erupción. Y ese monstruo iba directamente a donde ellos se encontraban, con el rechinido agudísimo al frenar y el clang-clang rítmico que producen las ruedas al chocar en las uniones de la vía, y que conforme frenaba, disminuía de frecuencia.


El niño se había quedado petrificado. Ese monstruo, que las entendederas del pequeño Nicómedes nunca creyeron posible, estaba situado justo frente a él, y lo tenían que abordar. El pobrecillo había quedado impactado y su cabecita había quedado completamente en choque.


Pálido y sin decir palabra, fue subido por su padre al tren, pero el chiquillo no respondía. Frío y tan asustado como si una horda de espectros lo hubieran atacado en su soledad a la media noche, el niño tenía su mirada fija hacia algún punto inexistente y no respondía a nada de lo que hicieran o dijeran.


Miedo. El pequeño se había vuelto una piedra a causa del miedo que le había provocado el escándalo, el tamaño de la máquina.


Sus padres, al percatarse, le mojaron la cara, lo agitaron violenta pero cariñosamente a la vez. Le enseñaban lo bonito de la laguna que se veía desde la ventana en movimiento esa mañana, pero Nico seguía sin responder.


Entonces fue cuando Virgina y Atanasio se preocuparon. ¿Qué tenía su pequeño? ¿Cómo iba a responder? Fue tanta su desesperación que decidieron bajarse en Queréndaro para darle atención al infante. Buscaron qué hacer y nada, el niño seguía sin responder. Ni siquiera lloraba, simplemente el impacto lo dejó helado literalmente. Entonces regresaron a Pejo, para ver si en su lugar de origen se reconfortaba pero el pequeño no hallaba consuelo, ni siquiera respondía a nada. Ya le habían dado de comer pan para el susto, le habían dado cualquier tipo de remedio: infusiones de gordolobo, compresas heladas, le hicieron limpias y hasta llamaron al sacerdote para que lo fue a ver, pero nada pudieron hacer.


El miedo que sintió al ver al monstruo que lanzaba lumbre y humo por la boca y la cabeza, con dientes de hierro y ojos malignos, rojos por el fuego, lo habían impactado tan profundamente que pasada una semana, y después de todo tipo de intentos para lograr que volviera en sí, el pequeño Nicomedes de ocho años y que nunca había salido de San Pablo Pejo, cuyo patrono es el Señor de la Salud, murió por haber visto por primera vez algo tan espantoso como el ferrocarril.



viernes, 6 de abril de 2007

El Metro que Rola



El Sistema de Transporte Colectivo Metropolitano de la Ciudad de México, muy harto más conocido como Metro, ha sido desde finales de los 60's, como el tuétano del transporte público en esta gran ciudad, parte de la urbana urbanidad.

Tan sólo en 2006 transportó 1,416,995,974 -o sea mil cuatrocientos dieciséis millones novecientos noventa y cinco mil novecientos setenta y cuatro, si no aprendiste a leer cifras grandes- de pasajeros, según la página del metro, aunque yo me imagino mas bien que ese es el número de boletitos introducidos en las máquinas, por que un restorán de gente usa el Metro al menos dos veces al día.
Con un total de once líneas, cuenta con 176,771 kilómetros que conectan a sus 175 estaciones. Bien hartísima gente depende de él pa ir a sus chambas o a sus escuelas. Sin él, la ciudad se paraliza.


Pero este Metro no sólo ha servido para transportar a tanta gente. También ha inspirado con sus tumultos, empujones y arrimones a diversos músicos pa componerle sus odas. Aquí voy a hablar de cuatro de ellos y de la correspondiente rola que le hicieron. Tons tenemos que algunos de ellos son Chava Flores, el Rockdrigo, Botellita de Jerez y Café Tacuba.
En principio tenemos a Chava Flores, cronista musical del Distrito Federal. Él nos brinda su composición Voy en el Metro, que habla de cómo es grandote, rapidote y segurote a diferencia del camión de su compadre Filemón. Calculo que la compuso por motivo de la inauguración de las primeras líneas de este transporte, dada la comparación que hace con los viejos camiones. Las primeras líneas que se construyeron, obviamente, fueron la uno y la dos. En esta canción menciona que con un varítono llegaba hasta Taxqueña, y pasaba por Popotla, Cuitlahuac y la Normal, en la cual se bajaría si le seguía la nostalgia por no haber hecho de las aguas.
Se encuentra en su álbum Mi pueblo y en otras compilaciones.


Después tenemos al Profeta del Nopal, Rockdrigo González con la rola Estación del Metro Balderas, de su disco Hurbanistorias. En ella habla de cómo un sujeto perdió a su novia en esa estación, por las muchedumbres. Después de eso, secuestra un convoy por el trauma que le causó la pérdida. Una mejor explicación en la mera voz del Rockdrigo, se halla en su página www.rockdrigo.com.mx, en la sección "música" hay un concierto, píquenle en la rola pa que la oigan. También pueden ver el video de esta rola en: www.youtube.com/watch?v=AxJDmyt3EgE


Por su parte, Botellita de Jerez nos ofrece su rola Heavy Metro en su primer disco, que lleva el nombre de la banda. Policías arrieros y pasajeros bueyes aparecen en esta rola, que sobre todo menciona las aglomeraciones y tumultos que hay en los andenes. La mera mera estación empujosa y apachurrante de este tema es Pino Suarez "mi prisión, tu reventón me oprime el corazón".


Por último, Café Tacuba con su rola llamada simplemente El Metro, habla acerca de que el que canta lleva ya un rato metido en el Metro, ha de estar todo hediondo y barbudo y se ha alimentado únicamente de los productos que ofrecen los diversos vendedores que andan en los vagones. La línea azul parece la protagonista: "Zócalo, Hidalgo, Chabacano, he cruzado un millón de veces". Por cierto, la página oficial de los tacubos está basada en los mapas de las líneas del Metro. Esta rola se encuentra en el disco Re.


Esas son algunas rolas del Metro que rola. Obviamente no han de ser todas las que se han escrito, sino que son las que conozco o que me acuerdo. Si asté, estimado lector o lectora, conoce ostra canción del Metro, hágaselo saber al personal.

Algunas ligas relacionadas son: