viernes, 27 de marzo de 2020

Los Aficionados*




Soledad se encontraba lavando la ropa, en el viejo lavadero que se encontraba resguardo del sol por un tejabán. Como siempre, prendía su radiecito para acompañar su actividad, y cantaba con la alegría de un cenzontle, y la gracia de un tordo. A ritmo de la tambora se le escuchaba “¡hay que darle gusto al gusto/ la vida pronto se acaba…!” mientras sincronizaba el compás de su cadera con el del fregado de la ropa, y seguía “ya muerta voy a llevarme/ ¡nomás un puño de tierra!”.
En eso, se escuchó al locutor anunciando enérgicamente lo que todos en la cabecera municipal y en los pueblillos aledaños esperaban: “Estimados radioescuchas: ¡no olviden inscribirse a Los Aficionados, nuestro gran concurso anual! Este año con grandes premios y sorpresas, además de la oportunidad de ser escuchado  en vivo por sus amigos, familiares y desconocidos en todos los pueblos y rancherías. ¡No se pierda esta oportunidad!”.
Soledad dejó su actividad para escuchar con atención el procedimiento del certamen, pensó si entrarle o no, y concluyó que debía ensayar un par de canciones y mostrarlas a sus familiares para que la escucharan y le dijeran si tenía dotes para poder competir, o si mejor le convenía cantar únicamente bajo el tejabán.  Volteó a ver si estaba alguien cerca para enseñarle una primera probadita de su voz, pero no había nadie. Tomó la jícara para seguir enjuagando, esta vez en silencio, pero con una sonrisa de entusiasmo.
Llegó el domingo, y creyó que era la oportunidad perfecta para ver si el tamiz de su familia, que se reunía a comer semana a semana, la aprobaba para Los Aficionados o no. Cuando la mayoría había terminado de engullir sus platos, y sin decir “agua va”, Soledad se levantó de su silla, puso los brazos en jarra y comenzó: “¡El sauce y la palma se mecen con calma…/ alma de mi alma ¡qué linda eres tú!”. Terminó de recitar la pieza y, rodeada de gente,  se percató de que nadie la estaba siquiera viendo, unos hasta chupando los huesos del pollo que les habían servido y todos siguieron en la sobremesa sin decirle nada. Alzó los hombros y se dijo para sí misma “¡aprobada!”.
Al día siguiente fue a la cabecera a hacer sus compras normales y además, como algo menester, a la mueblería de los Chávez –dueños también de la estación de radio local- a inscribirse. Se formó en la fila, y al momento de atenderla le dijeron que ahí era para recibir las remesas del otro lado, y que subiera las escaleras, que ahí estaban las inscripciones. Al ser el primer día que marcaba la convocatoria, el lugar se encontraba vacío y sólo se habían registrado dos participantes antes que Soledad. Llenó la forma, su dirección (Domicilio Conocido, ranchería “El Tenorio”) y firmó con su nombre y una estrella al final. Se dirigió a la salida con una emoción que no cabía en ella, y comenzó a pensar cuales piezas iba a presentar, cómo las iba a ensayar y hasta qué ropa iba a utilizar.
Se decidió por “La Flor del Capomo”, porque le gustaba mucho y porque la letra venía en un volumen viejo que tenía del Cancionero Picot. Durante todo ese tiempo, el radiecito no sonó para nada, ya que Soledad ensayaba a capela sus falsetes y demás repertorio vocal. “¡Pero recuerda, nadie es perfecto!” comenzaba a cantar, ya que era su favorita para ir calentando el gañote cuando empezaba la friega de la ropa. Seguía con el “Noa-Noa”, “Malagueña salerosa” y cantaba “El Barzón” para practicar su agilidad verbal, porque llegó el rico y “ni pa comer me dejó/ me presenta aquí la cuenta/ aquí debes veinte pesos/ de la renta de unos bueyes/ cinco pesos de magueyes/ tres pesos de una coyunda/ cinco pesos de una funda/ tres pesos no sé de qué…” y así intentaba cubrir todos los aspectos que pudiera necesitar de su voz y sus pulmones.
Al siguiente domingo, en la sobremesa, se paró  de repente e hizo el anuncio de que se había inscrito al concurso, y nadie le quiso desairar sus intenciones, porque todos habían escuchado en el radio que habría grandes premios y sorpresas, y si ganaba, seguramente les iba a compartir algo, ya que nunca la habían abandonado.

Así, llegó el gran día. Se puso un vestido muy colorido y un rebozo de esos de gala. Se hizo una sola trenza y se la ató con un listón igual de colorido, y hasta se maquilló un poco. Tomó el camión que hacía parada en El Tenorio, La Presa, San Cayetano y El Chepillo antes de llegar a la cabecera. Nadie la acompañó, porque pensaron que para qué, si ella solita podía, y además la podrían escuchar por el aparato.

Pero la sangre se le heló cuando vio que antes que ella, iba  a participar don José Pascual, ganador indiscutible de las dos ediciones anteriores del concurso. Se moría de los nervios, pensó en irse, volteó a todos lados y estaba a punto de correr, cuando de pronto sintió que le tomaron la mano fuertemente, la miraron a los ojos y le dijeron “¿me regala para un taco?”. Soledad asintió con firmeza y determinación y se fue caminando al micrófono sin dar limosna, porque pensó que se trató de una especie de señal divina para darle fuerzas.

¡Y que se arranca con todo! Voz en cuello comenzó “Trigueñita hermosa, linda vas creciendo, como los capomos que se encuentran en la flor” y siguió cantando con los ojos cerrados, imaginándose que cantaba frente a su familia en una sobremesa y que todos le aplaudían y vitoreaban. Terminó su intevención, en su casa todos expectantes de la hora de la premiación para ver si se había ganado algo.

Los jueces deliberaron, don José Pascual ya solo tenía la fama de cantar en la iglesia pero ya no tenía aquel chorro de voz por el que era conocido. Entonces, en el estudio y en los receptores se escuchó: y la ganadora del primer premio es… ¡Soledad! Y Soledad saltó de alegría, agradeció a todos y se dijo muy contenta de haber logrado su meta después de tanto tiempo de preparación.
“Y bueno soledad –dijo el locutor- lo prometido es deuda, y aquí está tu premio ¡un guajolote ya engordado y listo para el mole! Soledad estaba muy feliz porque nunca se había ganado un guajolote, sólo se había sacado alcancías de yeso en las canicas de la feria o cosas similares. Regresó a casa en el camión, con el ave bajo el brazo y veía a todos como mostrándoles lo que ganó, y pensaba que seguro todos sabían que ella había ganado Los Aficionados, y que cuando los otros pasajeros llegaran a sus casas iban a preguntar “¿con quién creen que venía en el camión?” porque ya se sentía famosa.
Al llegar a su casa, su familia tomó el pavo para festejar, alzándolo en brazos, mientras ella se fue al rincón, sacó el metate y comenzó a moler los chiles para preparar su premio, en soledad.
*Cuento ganador de Mención Honorífica en el XIX Concurso Literario "Nuestras Voces" del Colegio Madrid, en categoría Profesores y publicado en la antología del mismo nombre en 2015.