domingo, 30 de agosto de 2020

Las noches de la estación

 El tren empezó a avanzar. Los focos anaranjados iluminaban la neblina nocturna, y la estación se quedó vacía.

Licerio, el encargado de la estación por las noches, hizo unas anotaciones, colgó la tabla en un clavo y se sentó en la banca de madera. Pasó un tiempo así, como solía hacerlo cada noche desde hacía muchos años.

Le gustaba ver el horizonte obscuro, donde después de unos segundos podía notar la silueta de los cerros. También le gustaba disfrutar del silencio nocturno, acompañado por los snoidos de los grillos, las chicharras y las lechuzas.

Cruzaba los pies, se ajustaba el cuello de la chamarra de borrega, suspiraba y el vaho salía de su boca en forma de vapor. Se quedaba ají sentado hasta que dejaba de escuchar el tren, muy a lo lejos, cuando ya no se distinguía el ruido del silbato y mucho menos el de las vías.

A veces se metía al mostrador y veía las libretas de los viajes, y trataba de recordar cuales de esos lugares conocía, a cuales le hubiera gustado ir, y cuales le desagradaban.

Una vez, de niño, estaba en San Ignacio. Lo habían mandado de niño a ver a su tía, porque se había quebrado una pierna. Llegó temprano, platicó con su tía y la ayudó a algunas cosas. Después salió a dar una vuelta a la plaza. Compró un peso de galletas de sal, entró a la iglesia a rezar y volvió a casa de su tía. Comieron y a media tarde tomó el tren de regreso. Antes de irse, su tía le regaló un guajolote para que se lo llevara. Y ahí iba el pequeño Licerio, con su guajolote nuevo, camino a casa. 

Llegando a su pueblo, ya era de noche. Caminó por las calles obscuras, dando las buenas noches a quien se encontraba. Le preguntaban "¿Y ese guajolote?"Y respondía "Es un regalo". "Ha de estar bien bueno para un mole. Si quieres, cuando crezca, me lo llevas y lo preparamos". Licerio respondió que gracias, que luego vemos, y se iba pensando en que el quería a su guajolote para jugar con él, no para comérselo.

De todos modos, otro día que fue a la estación a recoger la correspondencia, regresó y ya no había guajolote. Había engordado tanto que se lo vendieron a una comadre. Al regresar y no verlo, pensó que se había volado o algo así.  Se fue corriendo angustiado a preguntar qué le había pasado, le dijeron y salió disparado con la comadre, pero ya era demasiado tarde.  Muy triste, fue de nuevo a la estación a sentarse en cuclillas, recargado en una pared, hasta que pasó el tiempo y se sintió mejor.

Licerio, con una leve sonrisa de recuerdo, cambió la hoja de viajes. Pensó en cómo es la vida, que de niño iba a la estación a jugar, pasar el tiempo y disfrutar mucho, y cómo acabó trabajando allí por tantos años.

Otras veces bajaba a las vías con su linterna de ferrocarrilero y caminaba sobre la vía, asegurándose de que alguien no hubiera ido a dejas cosas con las que el tren pudiera accidentarse, porque una vez escuchó que en otro lugar habían dejado un sillón en plenas vías, lo que provocó un accidente en el que se derramaron sustancias tóxicas. Tuvieron que desalogar a mucha gente y mandarla a un albergue temporal.

Muchas veces le preguntaban si no le daba miedo estar ahí solo en la noche, pero Licero decía que ya estaba acostumbrado y que ya había visto todo lo que tenía que ver.

Una vez, como a las cuatro de la mañana, escuchó a lo lejos que alguien gritaba. Tomó su linterna y unas tres bengalas por si necesitaba poner señales de alerta. Caminó hacia la parte de la vía que pasa junta al arroyo, cerca del fresno grande. Ahí vio a una persona de espaldas, hincada. Sin acercarse demasiado, le preguntó por qué gritaba, pero no le respondió. "¡¿Quiere una cobija?!" y nada. Licerio pensó que no había nada más qué hacer. Antes de partir, pensó que convendría dejar una bengala encendida para que la persona viera el camino y no tropezara con la vía. Gritó para avisar que ya se iba, y la persona, que había estado quieta como tumba, en un santiamén se paró y, rápida como el viento, fue directo contra Licerio, quien no tuvo tiempo de reaccionar, sintió el golpe y no despertó en un rato. Cuando lo hizo, vio la luz roja de la bengala, a punto de extinguirse. Se paró y, mareado y sin entender qué había pasado, regresó a la estación.

Historias como esa le tocaron por decenas. Muchas creía que las había imaginado o inventado, solo, divagando por las noches. Otras, sabía que era las que a el le contaron de niño. Pero unas cuantas, las menos, sabía que habían sido verdad, e incluso habían quedado marcas en la estación, pruebas irrefutables de lo que había visto, como las uñas marcadas en el mostrador en forma de rasguño, o la cicatriz que tenía en el hombro que le hicieron con la misma hacha que estaba marcado en el marco de la puerta de atrás. Nunca supo qué fue. Sólo forcejeó con algo que no veía, pero sentía claramente las manos que lo lastimaban, y que lo empujaron. Cayó al piso y ahí fue donde le soltó el hachazo que alcanzó a esquivar poque iba directo al cuello. A la mañana siguiente, le preguntaron por qué había sangre en el piso. Licero no sabía qué responder.

    Licerio se volvió a sentar en la banca, recordando todas las cosas que había vivido. Esa noche tenía más frío que las demás. Se cobijó y se quedó dormido.