sábado, 24 de noviembre de 2007

¡Qué quemada!

Catalina y Olivia eran dos ancianas que se habían estado marchitando juntas por los últimos treinta y ocho años. Por extrañas razones que se perdieron en el tiempo, llegaron a un departamento de interés social juntas, buscando un porvenir prometedor, con las esperanzas de que ahora sí la iban a hacer con el nuevo negocito que iban a montar y que cada una encontraría su camino-corazón y por ende -y estaban mas seguras de eso que de cualquier otra cosa- se iban a separar en algún momento.

Quién sabe cómo, pero algo (¿tiempo? ¿destino?) les gastó una broma pesada, pesadísima y negra, logrando que todos sus planes quedaran en nada. Más difícil fue para ellas el llegar a la conclusión de que, después de todo ese tiempo , y al contrario de lo que creían y querían, era más que probable que ya no se fueran a separar jamás.

Apenas vivían de la pensión universal para adultos mayores, y de otros pequeños ingresos que por ahí lograban, con un anuncio que lograron poner en la sección de clasificados de una revista inmoral.

Sus familias les dieron las espaldas en el momento en que salieron de sus lejanas tierras en busca de algo completamente inseguro. Y por lanzarse a la aventura, borraron su pasado.

No tenían a más nadie para contar sus sentimientos que la una a la otra. No contaban con nadie más. Nunca forjaron amistad alguna (ni siquiera una débil relación) con ningún vecino. Cuando compraban algo en la tienda, no decían ni una sola palabra. Únicamente mostraban el producto, el tendero les decía el total a pagar, sacaban de su monedero roído unas monedas y pagaban, sin siquiera dar las gracias.

El espejo de su baño, ahora percudido, con manchones oscuros por el descarapelado, y viejo como ellas, se homogeneizaba con sus rostros reflejados en él. El espejo vio día a día cómo la piel se les arrugaba, las verrugas crecían, el cabello se enblanquecía y los ojos se les inundaban de tristeza y frustración. Y ahí, cada mañana que se veían, en el momento en que cruzaban miradas con su reflejo, una pequeña gota fluía del ya casi seco lagrimal.

Sus apariencias eran similares. Ambas tenían el pelo muy corto, casi se podría decir que con corte militar, y dicho corte se lo realizaba una a la otra, porque eso era lo que sabían hacer: estilismo. Y se estilizaban. De vez en vez, les gustaba jugar (llamémoslo así) a que tenían un gran salón de belleza y que maquillaban a alguna artista importante. De tal modo, sacaban un estuche de pinturas corrientes y ahí se maquillaban ante el espejo que en algunas -y sólo algunas- ocasiones las veía sonreír. Y al verse tan bellas en el espejo, tenían que salir a la calle a presumir tácitamente su encantador semblante. Apenas alcanzaban a juntar un mechón de canas de no más de tres centímetros y lo ataban con un pequeño moño, para completar el cuadro. Entonces, salían a la calle, con sus frágiles piernas cubiertas por una falda negra con rosas o azul con pescaditos; los pies enfundados en unas calcetotas como de niña de secundaria, y sus babuchas de gala. Ahí iban tomadas del brazo, con sus chapitas del mismo tono colorado con el que se habían delineado los labios, con un suéter guango, cuyas mangas apretaban con un par de ligas, para que no les entrara el frío. Así era su vida. Así pasaron muchos años en los que recordaban con nostalgia un pasado encantador que jamás existió.

Resignadas a estar juntas, a ser inseparables, de pronto pensaron que eso no podía ser para siempre, ya que era casi un hecho que la muerte no podía llegar por ambas exactamente al mismo tiempo, y entonces sus piernas flacas flacas temblaron provocando que las medias con hoyos de una de ellas se le bajaran hasta los tobillos.

Ahora era eso lo que ocupaba sus mentes: la inevitable muerte. ¿A quién le llegaría primero? ¿Qué iba a hacer la otra? ¿Durarían mucho tiempo separadas, o la sobreviviente acompañaría a la difunta en poco tiempo? Temblaban sólo de imaginar que alguna podía quedarse sola... más sola.

Entonces decidieron hablarlo, enfrentarlo, para saber qué hacer cuando el final de alguna llegara, para que la otra obrara correctamente.

Ambas tenían un seguro, que por lo menos cubriría la renta de un ataúd y una fosa en el cementerio. Porque, pasara lo que pasara, ambas tenían que ser enterradas, les tenían que dar cristiana sepultura porque de otro modo sus católicas almas estarían condenadas al purgatorio. ¿Cremación? Impensable. Eso no era de Dios. Entonces acordaron que la primera que se fuera sería tratada como debe de ser por la que quedara, y que no importaba funeral ni flores, ni siquiera que la misa fuera ostentosa o en un templo grande -de todos modos solo iría la que quedara, el sacerdote, el acólito y si acaso el señor que toca la guitarra- ya que a lo más duraría una hora. Pero la sepultura sería para siempre, y esa debía de ser en el Campo Santo. Y ese era el punto mas importante, por sobre todos los demás: que el lugar de descanso eterno fuera en tierra bendecida; preferible ser comida por los gusanos -pensaban- que quedar como un judas en sábado de gloria.

Y eso se convirtió en su nuevo miedo, en una obsesión aterradora: que por algún error al firmar los papeles o cualquier otra cosa que no imaginaban, las fueran a cremar por equivocación. Diario charlaban y cada que podían, se recordaban mutuamente qué era lo que tenían que hacer en el momento en que le llegara la hora marcada a alguna de las dos. Panteón en el desayuno, cementerio en la comida y tumba en la cena. Se volvió cosa de todos los días, de todas las horas. “Cuidadito y me haces la chingadera de quemar mis huesitos, ¿eh?, o te voy a venir a jalar las patas para que a tí te quemen en el infierno” le decía una a la otra bromeando en serio.

Pasaron un par de años más, en los que el vínculo de ambas se hizo más sólido que un diamante. Aunque no quisieran, no tenían de otra. Y también creció el miedo a ser cremadas, ya que recurrentemente veían en Duro y Directo que los gemelos Brenan cubrían casos de señoras que no tenían familiares que las enterraran, y las mandaban al horno crematorio, o de que cada vez estaba más de moda la cremación -“hasta para ahorrar espacio”, mencionaban algunas funerarias.

Un fatídico día, pasó lo peor que les pudo haber ocurrido. Estaban las dos cenando a la luz de las velas, por una falla en el suministro de energía de su apartamento. Más precisamente, se les había fundido un fusible y no hicieron por cambiarlo, ya que no tenían repuestos y ya era tarde para salir a la calle. Como su vista era ya demasiado vieja y cansada para ver inclusive con luz artificial, habían encendido todas las ceras que encontraron en el pequeño apartamento: las que habían comprado para esas situaciones, las veladoras de reserva, los cachitos de velitas de colores que sobraban de las posadas, las velas con uvas de migajón recuerdo de primeras comuniones... en fin, cualquier cosa que pudiera brindarles un poco más de luz, para evitar tropiezos. Colocaron un viejo quinqué de ferrocarrilero en el medio de la pequeña mesa, y las velas en cualquier otro lugar que creyeran necesario: en la orilla de la vitrina, en el librero de madera conglomerada entre los cisnes de porcelana y las carpetas almidonadas, al pie del sillón, una en el baño y en los únicos dos cuartitos bastó con las veladoras que les tenían prendidas a San judas Tadeo y a la Virgen Dolorosa, a un lado de las rosas de plástico llenas de polvo.

Catalina se ofreció para ir por una olla con frijoles que había dejado en la lumbre. La vieja estufa Acros color crema, percudida y embadurnada de cochambre tenía una leve avería de tiempo atrás, pero resultaba poco peligrosa si el lugar se encontraba bien ventilado. Pero esa noche en la que había entrado el frente frío número veinticuatro, resultaba demasiado gélida para las dos adultas mayores. Por tanto, tenían todas las ventanas cerradas, e inclusive en la ranura de debajo de la puerta habían colocado una jerga roja con más hoyos que tela, para evitar que entrara el chiflón.

Cenaron sus frijoles, y cubiertas con un saco, se quedaron sentadas un largo rato, sin cruzar palabra hasta que, como lo venían haciendo de tiempo atrás, charlaron del día de su muerte.

Pasado un tiempo, una se quedó dormida en el sofá cama que tenían en la sala-comedor (y aquí el tamaño tan reducido hacía que ese termino, sala-comedor como un mismo espacio, describiera a la perfección el sitio) mientras la otra se acostó en la única recámara con cama, ya que la otra era usada para los tiliches arrumbados, que incluían mucha ropa y botellas con sustancias, algunas de ellas flamables.

La que dormía en el cuarto de pronto se levantó de la cama a la mitad de la noche porque tenía que acudir al sanitario. Las velas habían quedado encendidas, justo para ese propósito. Pero la ya deficiente vista, aunada a que varias de las velas ya estaban por fenecer y su iluminación fuera muy escasa, hicieron que antes de abrir la puerta del baño, tropezara con una vela y ésta cayera en la pila de revistas y periódicos que estaba en el pasillo, encendiéndose levemente, un fuego que cualquier persona hubiera controlado. Pero ella ya no tenía la capacidad de hacerlo, y en un intento por apagar la aun incipiente llama, proyectó su pierna lo más fuerte y rápidamente que pudo , logrado únicamente que perdiera el equilibrio y cayera, sintiendo al momento del impacto un fuerte dolor en la cadera que la inmovilizó de inmediato.

La lumbre se propagó rápidamente, y el humo hizo que ambas perdieran el conocimiento, sólo que una estaba dormida y la otra intentaba arrastrarse en el pasillo y gritaba con su voz apenas audible algo que nunca nadie escucharía. Al cabo de unos minutos, el poco gas que se había acumulado sobre todo en la cocina, hizo contacto con una chispa provocando un flamazo que, sin ser una explosión como tal, cimbró los vidrios y chamuscó todo lo que encontró a su paso.

La anciana del sillón abrió repentinamente los ojos y se dio cuenta de que no se encontraba en el mismo lugar en el que se había quedado dormida, sino que ahora estaba en el pavimento tirada, sin cejas ni pestañas, y con un paramédico a su lado intentando reanimarla.

Después de poco menos de dos horas, el cuerpo de bomberos de la ciudad había sofocado las llamas, y un perito del ministerio público, el jefe de bomberos y un policía judicial entraron para evaluar los daños. Justo a la entrada aun se alcanzaba a percibir olor a cera quemada. Todos los muebles se habían reducido a cenizas y el suelo se hallaba encharcado por el agua arrojada por los apagafuegos. Al ir revisando, los tres hombres vieron un bulto completamente ennegrecido en el pasillo, y se percibía un fuerte olor a pelos chamuscados y a carne quemada. El perito dijo rápidamente que en ese lugar el calor se pudo intensificar a temperaturas elevadísimas, ya que el encierro del pasillo hacía que el aire caliente se quedara más o menos en el mismo lugar, además de las revistas, las ceras que empaparon un tapete haciendo que ardiera por mucho tiempo, y el calor que lanzaba el cuarto de cachivaches, también quemado por completo. Con esas condiciones, el calor podía elevarse muchísimo según el perito, casi como si fuera un horno.

El cadáver se hallaba casi quemado hasta los huesos, pero se podía distinguir en la cara lo que pudo ser una mueca no angustiosa ni macabra, pero sí de que buscaba algún lugar invisible con la vista. Sus piernas se hallaban flexionadas y recargadas sobre el piso, mientras que el pecho estaba en dirección al techo, los brazos cruzados y hacia el mismo lado que las piernas con la cabeza echada hacia atrás y con la mandíbula bien distendida. Era imposible identificar si tenía los ojos desorbitados, o las órbitas desojadas. Como sea, parecían estar mirando hacia atrás.

La sobreviviente, al ver salir a los tres individuos, se apresuró tanto como pudo y les preguntó sobre el estado de su compañera. El perito y el bombero pensaron un poco su respuesta, para que no fuera tan impactante, pero en eso, el judicial les arrebató la palabra: “¡No se preocupe seño, cuando menos ya se ahorró la cremada!”.