sábado, 14 de abril de 2007

Nicómedes y el tren.

Hace unos setenta años, Pejo era un pueblo completamente aislado. Carecía siquiera de una brecha para carretas y era imposible que llegara algún camión o cualquier otro vehículo, los cuales también eran escasos. Eran muy pocas las casas que había y en todo el pueblo don Ponciano Ortiz era el único que contaba con luz eléctrica: era poseedor de los dos únicos focos en todo el pueblo, a los cuales les proporcionaba energía por medio de un generador y este último lo usaba también para encender la bocina en la cual prendía el único radio del pueblo para que todos lo escucharan.


Para llegar al pueblo sólo había caminitos acaso para caballos o mulas y nada más. No había camiones ni nada. Era casi un Macondo, pues. Para mandar o recibir una carta había que caminar hasta Santa Ana Maya, y los que eran “ricos”, pues iban montados a caballo. De paso hacían compras y llevaban víveres, despensa y productos que fueran necesarios por ejemplo, para abastecer las tiendas, como herramienta, guangoches, cinchas para los burros, ceras, telas y demás. En cuaco se hacían más o menos una hora y media o dos. En algunas ocasiones, un señor que se llamaba Evaristo hacía favor de recoger la correspondencia de todos y la repartía a su regreso a los destinatarios correspondientes.


Como el lugar estaba tan aislado, y no llegaban muchas cosas de fuera, los niños eran los que menos conocían o imaginaban cosas de otros lares, y era raro que salieran del pueblito. Eso sí, se la pasaban increíble jugando en la presita, o a la víbora de la mar y a las escondidas en las milpas iluminados por la luna llena cuando no había ningún tipo de luz artificial que opacara su resplandor. Aparte de eso, nada conocían de otros lugares.



Un día una pareja, Atanasio y Virgina, tuvieron que salir por que tenían un asunto pendiente en Indaparapeo. Salieron temprano por la mañana, caminando de Pejo con rumbo a la estación que se encontraba en Andocutín. Un café y frijoles de desayuno para ellos, y algo de avena para sus hijos, quienes los iban a acompañar. Los despertaron y, después de que los niños se desencamorraron, se pusieron sus humildes ropas, tomaron un poco de té y salieron para la estación. Caminando con Atanasio y Virginia, iban sus niños Esperanza, Agustín y Nicómedes, este último de unos ocho años de edad.


Después de algún tiempo de andar caminando, y ya cuando el alba destellaba por detrás de los cerros, arribaron a la terminal ferroviaria, compraron sus pases y se sentaron en las banquitas de madera y de herrería vieja y oxidada para esperar a la gran máquina de fierro. Pasó algo de tiempo y a lo lejos se escucharon los pitazos del tren y se vió la estela de humo que dejaba. Avisaron a sus hijos, que se habían vuelto a quedar dormidos, que ya casi era tiempo de irse. Los pequeños estaban emocionados por que por vez primera iban a subirse a algo así... pero no fue lo que esperaban.


Poco a poco el tren se acercaba a los andenes para hacer parada y permitir que los pasajeros abordaran a ese gran artefacto de metal. La máquina resultó ser enorme para los niños. Se escuchaba a lo lejos la campana y poco a poco los chirridos de vapor incrementaban su ensordecedor volumen. Era un estruendo terrible, aturdidor, algo que jamás se imaginó Nicómedes que pudiera existir. El niño nunca había visto máquina alguna de ese impresionante tamaño y capaz de hacer ruido con la misma magnitud del Paricutín al hacer erupción. Y ese monstruo iba directamente a donde ellos se encontraban, con el rechinido agudísimo al frenar y el clang-clang rítmico que producen las ruedas al chocar en las uniones de la vía, y que conforme frenaba, disminuía de frecuencia.


El niño se había quedado petrificado. Ese monstruo, que las entendederas del pequeño Nicómedes nunca creyeron posible, estaba situado justo frente a él, y lo tenían que abordar. El pobrecillo había quedado impactado y su cabecita había quedado completamente en choque.


Pálido y sin decir palabra, fue subido por su padre al tren, pero el chiquillo no respondía. Frío y tan asustado como si una horda de espectros lo hubieran atacado en su soledad a la media noche, el niño tenía su mirada fija hacia algún punto inexistente y no respondía a nada de lo que hicieran o dijeran.


Miedo. El pequeño se había vuelto una piedra a causa del miedo que le había provocado el escándalo, el tamaño de la máquina.


Sus padres, al percatarse, le mojaron la cara, lo agitaron violenta pero cariñosamente a la vez. Le enseñaban lo bonito de la laguna que se veía desde la ventana en movimiento esa mañana, pero Nico seguía sin responder.


Entonces fue cuando Virgina y Atanasio se preocuparon. ¿Qué tenía su pequeño? ¿Cómo iba a responder? Fue tanta su desesperación que decidieron bajarse en Queréndaro para darle atención al infante. Buscaron qué hacer y nada, el niño seguía sin responder. Ni siquiera lloraba, simplemente el impacto lo dejó helado literalmente. Entonces regresaron a Pejo, para ver si en su lugar de origen se reconfortaba pero el pequeño no hallaba consuelo, ni siquiera respondía a nada. Ya le habían dado de comer pan para el susto, le habían dado cualquier tipo de remedio: infusiones de gordolobo, compresas heladas, le hicieron limpias y hasta llamaron al sacerdote para que lo fue a ver, pero nada pudieron hacer.


El miedo que sintió al ver al monstruo que lanzaba lumbre y humo por la boca y la cabeza, con dientes de hierro y ojos malignos, rojos por el fuego, lo habían impactado tan profundamente que pasada una semana, y después de todo tipo de intentos para lograr que volviera en sí, el pequeño Nicomedes de ocho años y que nunca había salido de San Pablo Pejo, cuyo patrono es el Señor de la Salud, murió por haber visto por primera vez algo tan espantoso como el ferrocarril.



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